- La Vieja Guardia

Alfonso Cuarón: la vida sin primeros planos

Fecha: 17 dic 2018

En Pietrasanta, Italia —una pequeña ciudad donde Miguel Ángel solía comprar mármol—, un alto campanario de ladrillo repica todo el día desde una iglesia, a un costado de la histórica plaza central. Está adornado por varias esculturas enormes: cabezas sin rostro con cabelleras extrañas forjadas con latón, hierro y acero. Parecen los restos de una broma dadaísta frente a las colinas verdes de la Toscana y a la imponente iglesia de mármol blanco. Los turistas y los lugareños se reúnen en las cafeterías alrededor de la plaza para beber capuchinos por la mañana y aperitivos por la tarde. A finales de año, el cineasta mexicano Alfonso Cuarón, cuyo hijo menor va a la escuela en Pietrasanta, se reunió allí conmigo para beber varias tazas de té verde.

A la distancia, mientras caminaba por la plaza con una sudadera, tenis negros y el celular en la oreja, Cuarón, de 57 años, parecía un skater de mediana edad. De cerca, mientras hablamos en su español natal —el idioma en el que todavía sueña—, mantenía su mirada astuta sobre mí. Excepto en un momento en el que se detuvo a mitad de la oración para señalar hacia la plaza.

“Mira, se fue el delfín”, dijo. “Allá, ¡mira!”. Un globo de helio con forma de un pequeño delfín flotaba al otro lado de la plaza. “Ahí está la niña”, dijo Cuarón, para dirigir mi atención hacia una pequeña en el otro extremo de la plaza que observaba al delfín mientras se elevaba por encima de las esculturas, hacia la campana. Los ojos de Cuarón pasaron de la niña al globo. “Se ve bien bonito”, dijo. “¡Con la torre, además! Sería una foto bonita, el delfín que nada junto a la campana. ¡Qué bonito! ¿Viste? Además giraba, nadaba y hasta la sombra quedó detrás de la campana”.

La pequeña del globo comenzó a llorar en brazos de su madre. “Ah, pobre, se le fue. Se le fue su delfín”. La voz de Cuarón se volvió suave y empática. Suspiró. “Recuerdo ese sentimiento de niño, que abres la mano casi casi porque puedes. Y sentir ese momento en que el hilo sí se va, que sí hay consecuencias. El hilo sí se va. Ese momento del ‘¡Ah!’. Y ya sabes que no lo alcanzas. Me acuerdo de eso. Ay, pobrecita”. Observó a la niña un poco más. Después dio un sorbo a su té, se rio —de la situación, de él mismo— y volvió a concentrarse. “En fin”.

Es tentador comparar el extraordinario nuevo filme de Cuarón, Roma —que ganó el León de Oro del Festival de Cine de Venecia y estará en Netflix desde el 14 de diciembre—, con películas neorrealistas emblemáticas. La exquisita escena de una fiesta en una casa de campo me recordó a La regla del juego, de Jean Renoir. Un clímax cerca del océano me hizo pensar en Los 400 golpes, de François Truffaut. Un paisaje de pobreza urbana me recordó a Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica. Sin embargo, Cuarón no buscó imitar a nadie. Lo que quería era algo parecido a la escena de la niña con su globo de delfín: belleza, naturalismo y emoción espontánea.

Para lograrlo, Cuarón regresó a México a filmar una película en su país de origen por primera vez en casi veinte años. Contrató a un reparto formado en buena medida por gente sin entrenamiento actoral y rodó todo de corrido y en continuidad. Ninguno de los miembros del reparto o el personal leyó el guion, así que cada giro de la trama también los sorprendió a ellos. Una de las escenas impresionó tanto al equipo de rodaje que los hizo romper en lágrimas mientras las cámaras seguían grabando. A los actores les daban sus diálogos la misma mañana en que se filmaban. Muchas veces no tenían diálogos ya escritos; Cuarón simplemente les sugería cómo podrían reaccionar a otros personajes o incluso alterar toda una escena. A menudo, Cuarón les daba instrucciones contradictorias. “Entonces lo que pasa es que, cuando empezamos a rodar, se creaba todo un caos. Y eso era. Todo el mundo tenía que existir dentro de ese caos, como la vida”. Más que nada, me dijo, su trabajo fue observar con mucha atención a los actores para detectar los momentos en que emergía alguna verdad esencial.

Durante gran parte de su vida, Cuarón ha tenido problemas para combinar sus ambiciones como creador de cine de autor con su necesidad de ser solvente. Durante años, cuando le preguntaban por qué dirigía una u otra película de Hollywood —Grandes esperanzas, por ejemplo, o Harry Potter y el prisionero de Azkaban— Cuarón sugería a los periodistas que se le “estaba acabando el dinero y necesitaba sobrevivir”. Escribió Gravedad con su hijo mayor, Jonás Cuarón, en un arranque de desesperación después de que otro proyecto perdiera su financiamiento tras la crisis financiera de 2008. Juntos escribieron un primer borrador del guion en un día. No obstante, le tomó cuatro años y medio filmar el thriller existencial sobre el espacio, un proceso complicado por los desafíos de filmar los efectos de la microgravedad y la necesidad de enrolar a una gran celebridad para justificar un presupuesto de 100 millones de dólares. Finalmente, Sandra Bullock aceptó pasar sesiones de nueve horas en una caja de efectos especiales de tres por tres metros, donde realizaba movimientos coreografiados tan precisos que su actuación era casi una danza moderna. Gravedad, estrenada en 2013, recaudó más de 700 millones de dólares de taquilla a nivel mundial, ganó siete premios Oscar y convirtió a Cuarón en el primer mexicano en la historia en recibir el galardón de la academia al mejor director. Después de eso, podía filmar lo que quisiera.

“Se me ofrecían películas más grandes con más presupuestos, más todo”, explicó Cuarón. Pero se dedicó a crear Roma: una película de época, en español y mixteco y en blanco y negro. La mayor parte de la película está ambientada en la colonia de Ciudad de México donde creció, justamente llamada la Roma. El noventa por ciento de las escenas fueron inspiradas por la historia de su familia. “Es la película casera más costosa de la historia”, dijo Steve Golin, mánager de Cuarón.

Lo que quería Cuarón, según me dijo, era hacerle “una radiografía espiritual” a su familia, “con sus llagas y sus heridas”. Observar los traumas de la niñez, estilizarlos, explorarlos desde el punto de vista de la madurez con la idea de entender la construcción del ser: es un análisis forense terapéutico muy común entre los cineastas. Pero la genialidad de Cuarón no proviene del tema que eligió abordar, sino de su decisión de ponerse a sí mismo como personaje periférico. Casi todas las escenas incluyen un suceso que habría sido inolvidable para un niño pequeño: la noche en que fue testigo de un incendio, la tarde en que descubrió un secreto familiar, el día en que casi mató a uno de sus hermanos. Pero necesitas retroceder para reunir todas esas piezas, porque Paco, el personaje basado en Cuarón, rara vez ocupa el centro del encuadre. En cambio, Roma se centra en Cleo, un personaje basado en una trabajadora del hogar que ha vivido con la familia de Cuarón desde que él era un recién nacido.

Alfonso Cuarón Orozco nació en 1961, en un México que era hermético, insular y paternalista, gobernado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) durante más de treinta años. Para muchos extranjeros, ese México era un “milagro” económico: su producto interno bruto creció más de un seis por ciento al año entre 1950 y 1969. Sin embargo, el afán del PRI en acelerar la industrialización fue a costa de muchas comunidades agrícolas. Menos del cuarto de la fuerza de trabajo del país se quedó con la mitad de los ingresos domésticos. Los campesinos sin recursos se mudaron a centros urbanos y se asentaron en barrios como Ciudad Nezahualcóyotl, una zona marginal al este de Ciudad de México que ahora tiene más de un millón de habitantes. La supresión de la información y de los disidentes por parte del PRI apuntaló esa desigualdad. En octubre de 1968, cuando miles de estudiantes se reunieron en el complejo habitacional de Tlatelolco para protestar en contra de la violencia policiaca, fueron masacrados por francotiradores vinculados al gobierno. En 1971, de nuevo, fueron asesinados manifestantes estudiantiles en lo que se conoce como la masacre de Corpus Christi o el Halconazo.

Uno de los recuerdos más potentes de Cuarón sobre su infancia es la falta absoluta de libertad de expresión. La sintió visceralmente en la escuela, donde él y sus tres hermanos intentaron ocultar el hecho de que su padre, Alfredo Cuarón, un doctor especialista en medicina nuclear, abandonó a su familia cuando Alfonso tenía 10 años. El padre de Cuarón de por sí no le había prestado mucha atención a su segundo hijo —el director tiene pocos recuerdos de él— y, después de que se fue, el contacto que tenían se redujo progresivamente hasta la nada. La madre de Cuarón, Cristina Orozco, bioquímica farmacéutica, se esforzaba para pagar las cuentas de la familia. (Le compró a Cuarón una cámara Super 8, pero no podía comprarle los casetes para grabar). En el bachillerato, los sacerdotes le enseñaron que el divorcio era un pecado mortal. Cuarón jamás lo creyó, pero mentía cuando otros niños le hacían preguntas: claro que su padre vivía en casa, solo que viajaba mucho por el trabajo. Muchísimo.

“Eso contribuyó a cualquier cosa que continuó después, como las inseguridades. Soledades también”, comentó. “Tuvo que ver también con una adolescencia bastante solitaria en la que el cine además de una pasión se convirtió en un refugio, en el único amigo”. Desde mucho antes de que sus padres se separaran, Cuarón sabía que quería rodar películas. Cuando sus primos jugaban a ser soldados, él jugaba a “filmar películas de guerra”. Pero en la época en la que se sentía como paria en su escuela católica se fortaleció su necesidad de escapar por medio del cine. Buscó ir a todos y cada uno de los cines de Ciudad de México; a menudo veía funciones dobles.

En buena medida, Cuarón encontró la ternura en Liboria Rodríguez, una trabajadora del hogar a la que considera como su segunda madre. Se sentaba a su lado en el cine y le contaba historias sobre Tepelmeme, el pueblo oaxaqueño donde nació. Creció llamándola “mamá” a ella también. “En mi familia creo que es unos de los lazos afectivos mas fuertes”, dijo Cuarón sobre Rodríguez. “Es parte de esta relación tan perversa que tiene la burguesía con los trabajadores domésticos. Es que por un lado lavan, cocinan, van de compras. Pero además de trabajar durísimo, lo que sería la definición de sus empleos, cubren los roles que deberían ser cubiertos por los padres, ¿sabes? Despiertan a los hijos, les dan de desayunar, los acuestan, van por ellos a la escuela. También es hermosa esa presencia. Pero ¿por qué se necesita? Simplemente por que hay una ausencia de los padres”.

Después de Gravedad, cuando Cuarón decidió hacer una película sobre esa época, les pidió permiso a Rodríguez y a su familia. “Le dije que sí”, me comentó Rodríguez, recordando su conversación. “Eso ya está sanado. Ya no importa. Entonces ya está bien”. Pasaron horas en llamadas de larga distancia para discutir los detalles más nimios de su vida cotidiana en los años setenta. ¿Qué tipo de reloj despertador usaba? ¿Dónde guardaba su ropa? Cuando le pregunté a Rodríguez si le gustaría recibir dinero por su historia, lo desestimó: “Qué bárbaro. Lo hice porque es mi niño, porque es algo por amor”.

Al reconstruir su pasado conjunto, a Cuarón le quedó claro lo poco que, de niño, entendía su vida; como mujer indígena nacida en la pobreza rural, Rodríguez padecía sufrimientos y desafíos distintos a los de sus patrones blancos de clase media. “Cuando era niño, me contaba historias sobre su pueblo, y me contó sobre el terrible frío que pasaban y el hambre que los atormentaba. Pero para mí, como niño, era el frío equivalente a ‘Hoy no traje el suéter al cine’ y el hambre era ‘Puta madre, se tardaron dos horas más para la comida’, ¿sabes? No tenía la conciencia”, dijo Cuarón.

Su abuela no permitía que Rodríguez usara electricidad para nada que no fuera parte de su trabajo. “La familia puede tener todas las pinches luces encendidas todo el día, y es su trabajo recorrer toda la casa para apagarlas mientras la familia está en el piso de arriba. Pero ellas no pueden usar electricidad en su propio cuarto”. Cuarón sacudió la cabeza con indignación. “Eso no solo habla de lo que ella hacía, sino de la actitud de mi familia hacia ella”.

Cuarón se deshizo de esa ceguera con el fin de convertir a Rodríguez en la protagonista de Roma. El filme presenta el clasismo, el abandono de los padres y la violencia del gobierno de los años setenta con una neutralidad fría, pero derrocha amor cuando la cámara se acerca a Cleo, el personaje basado en Rodríguez. Ella es testigo de muchas humillaciones que cometen sus patrones: bofetadas, traiciones, accidentes automovilísticos. Pero Cuarón nos hace testigos de las de Cleo. Trabaja mientras los patrones se relajan y solo descansa cuando duermen. Los niños se acurrucan junto a ella; los adultos le hablan a los gritos. Por costumbre y por necesidad, Cleo comparte poco de lo que piensa, e incluso menos de lo que siente, con otros personajes. Es una mujer con una sensibilidad tremenda y una expresión verbal limitada.

La búsqueda de la actriz que interpretara este difícil papel tardó ocho meses. El director de reparto, Luis Rosales, viajó por todo el sur de México para hacer audiciones a más de tres mil mujeres en ciudades y pueblos. Yalitza Aparicio se presentó a una audición en un pueblo en Oaxaca como un favor para su hermana. Aparicio acababa de titularse como profesora en una escuela normal y esperaba hacerse cargo pronto de su primer grupo de preescolar. Ella y Nancy García, su amiga cercana y quien interpreta a la cocinera de la familia, decidieron trabajar en Roma como si fuera una aventura. “Primero le dije a Alfonso que no sabía actuar”, me contó Aparicio. “Él me dijo: ‘Ya, no te preocupes. Ya después te explico’”, dijo. Se rio. “Sigo esperando”. Aparicio posee una capacidad de expresar emoción a través de los movimientos más ligeros de sus cejas y ojos. En una escena poderosa deja entrever toda la historia sexual de Cleo aunque solo murmura unas cuantas palabras.

Algunos periodistas han acusado a Cuarón de quedarse corto, pues afirman que Cleo es un personaje muy pasivo. Son críticas que confunden a Cuarón. “Hay un vicio en el cine comercial en el que el personaje fuerte, el personaje activo, debe dar grandes discursos y hacer grandes revelaciones”, me dijo. Él quería mostrar la fuerza de Cleo sin convertirla en un estereotipo hollywoodense. “No tiene grandes discursos, pero a fin de cuentas es alguien que aglutina a toda una familia”.

“Técnica”, “estilo”, “contenido”, “lenguaje”: Cuarón a menudo se siente frustrado por la manera en que los periodistas usan esas palabras. Considera que cuando los críticos dicen “forma” para referirse a la apariencia o “contenido” para hablar de la trama, están siendo simplistas. Cuando la gente le pregunta qué es más importante, si la técnica o la historia, comentó: “Dices: ‘Definitivamente no entienden lo que es el cine’. Porque lo que ellos llaman técnica en el cine —no me refiero a las películas comerciales— no es técnica. Es lenguaje. Cuando Tarkovsky toma decisiones sobre el encuadre y cómo mover la cámara, no son decisiones técnicas, ni siquiera estilísticas. Son exigencias de lenguaje de lo que él necesita para su experiencia fílmica”.

El propio desarrollo cinemático de Cuarón estuvo bloqueado durante décadas, explicó, debido a la sobrevaloración de lo estético. De adolescente desdeñaba la técnica torpe que observaba en muchas películas mexicanas contemporáneas. Las tomas, el sonido, los guiones: en comparación con las películas extranjeras que adoraba, todo parecía estar mal. Él y su amigo cercano Emmanuel Lubezki, a quien conoció cuando tenía unos 16 años, compartían una obsesión por aprender cómo hacer que las películas lucieran y sonaran deslumbrantes. Lubezki ha ganado tres premios Oscar por mejor fotografía. Aunque de adolescentes solo tenían como evidencia de su ambición algunos boletos de cine marcados y arrogancia. Esa actitud hizo que los echaran de la escuela de cine de la Universidad Nacional Autónoma de México, el CUEC, donde ellos y sus amigos Luis Estrada y Carlos Marcovich se saltaban las clases y se burlaban de las películas que algunos profesores proyectaban. “Éramos una bola de niñatos mamones, ¿sabes?”, me dijo Cuarón. “Seguro éramos insoportables”.

En 1981, cuando tenía 20 años, nació Jonás, su primer hijo, y Cuarón se olvidó de su sueño de hacer cine para buscar la forma de mantenerlo. Sin alternativas ni un título universitario, empezó a trabajar en el Museo Nacional de Arte; fue rescatado de una carrera de burócrata triste cuando el productor Fernando Cámara y el director José Luis García Agraz fueron a buscarlo un año más tarde. Le dijeron que si tomaba de inmediato el trabajo de asistente de director para una de sus películas, le pagarían más que su patético salario.

Así comenzó la vida de Cuarón como “obrero” en la industria del cine mexicano. Operador de consola, editor, asistente de producción, asistente de camarógrafo: aceptó todos los trabajos que pudo hasta que se estableció como el mejor asistente de director para las producciones extranjeras que se filmaban en México. Era la mejor oportunidad para aprender sobre la técnica en los años ochenta; el financiamiento estatal para el cine casi había desaparecido. Muchos directores mexicanos sobrevivían grabando anuncios para políticos corruptos o películas baratas rodadas rápidamente para exportarlas a inmigrantes mexicanos en Estados Unidos. La escasez de recursos fomentó una cultura de hermetismo y rivalidad. Un cineasta mexicano muy respetado cubría sus lentes en el plató para que nadie supiera cuáles eran las aperturas que usaba. Cuarón temía que nunca iba a poder dirigir nada propio.

A finales de los ochenta, Carmen Armendáriz los contrató a él y a Lubezki para La hora marcada, una imitación de The Twilight Zone (La dimensión desconocida), que Cuarón y otros llamaban “The Toilet Zone” debido a su presupuesto limitado. “Fue lo mejor que pudo pasarnos”, dijo Lubezki. “Era como tomar un taller con sueldo”. El programa, dijo Lubezki, necesitaba contenido inteligente y barato, así que usaban al talento joven. “Todos los cineastas de esa generación participaron de algún modo en La hora marcada”. Cuarón grabó cinco episodios, dirigió otros seis y se hizo amigo de un joven y ambicioso director llamado Guillermo del Toro. Después de escribir cinco episodios juntos, Cuarón y su hermano Carlos escribieron el guion de su primera película, Solo con tu pareja, una farsa acerca de un casanova que es engañado para hacerle creer que es seropositivo.

En ese entonces, las pocas películas mexicanas que se hacían dependían del financiamiento gubernamental, así que los burócratas de la comisión de cine exigían cierto trato especial. “Esperaban que besaras el anillo”, explicó Cuarón. En vez de hacer eso, invirtió todos sus ahorros en Solo con tu pareja y pidió prestado dinero para mantener una participación mayoritaria. Ni siquiera eres mi socio, le dijo a su enlace burocrático, sino un empleado del gobierno que no va a estar aquí en algunos años. El funcionario lo trataba con un desprecio similar. Nadie está interesado en el cine mexicano, recuerda Cuarón que le dijo. Ni siquiera los mexicanos.

Cuando la productora Miramax se mostró interesada en comprar los derechos internacionales de transmisión de Solo con tu pareja y después de que la película fuera seleccionada para proyectarse en el Festival de Cine de Toronto en 1991, Cuarón parecía haber ganado. Pero más tarde Miramax se retiró del acuerdo y la comisión mexicana de cine detuvo el estreno en cines durante más de un año; Cuarón quedó en bancarrota. Podía volver a ser el mejor asistente de dirección en Ciudad de México. Sin embargo, si quería seguir dirigiendo películas, la única manera era conseguir trabajo en Hollywood.

Durante dos años, Cuarón repartió su tiempo entre México y California. Su relación con Mariana Elizondo, la madre de Jonás, se había acabado. En Los Ángeles viajaba en un Volkswagen Rabbit maltrecho y se quedaba en casa de amigos, como Lubezki; cada dólar que ahorraba en moteles era un dólar que podía llevar de regreso a casa. Cuarón dice en broma que era un “espalda mojada de lujo”.

Su gran oportunidad llegó en 1993, cuando Sydney Pollack lo contrató para dirigir un episodio de Fallen Angels, una serie de Showtime que producía. En una época en que los canales de televisión por cable mostraban principalmente porno soft, el programa tenía un contenido más intelectual, por lo que Fallen Angels atrajo a una serie de directores importantes, entre ellos Steven Soderbergh y Jonathan Kaplan. Pollack contrató a Cuarón en un intento por mantener el presupuesto a raya. “Lo contratamos porque pensamos que podíamos hacer que lograra lo mismo por menos dinero”, dijo Steve Golin, entonces productor de la serie.

Cuarón estaba tan inseguro cuando se presentó a la filmación que tartamudeaba cuando hablaba en inglés y apenas podía dirigirse a los actores principales, Alan Rickman y Laura Dern. Para cuando terminó el primer día, el rodaje se había atrasado muchísimo. Rickman lo mandó llamar y Cuarón temía que se lo comieran vivo. Encontró a Dern y a Rickman sentados juntos. Rickman le dijo: Alfonso, estamos aquí para apoyarte. Queremos que nos digas qué quieres. Creemos en ti.

Esa noche, Cuarón y Lubezki se quedaron en un motel de paso cerca del letrero de Hollywood. Había manchas en la alfombra, en las sábanas y hasta en el cubrecama sintético. “Toda esa noche quise llorar”, dijo Cuarón. “Pero estaban las palabras de Alan”. A la mañana siguiente anunció que volverían a filmar las escenas que habían terminado un día antes. Su asistente de dirección se quejó, pero Cuarón insistió. Volvieron a filmar el material del día uno y grabaron todo lo necesario para el día dos. Al final, el episodio de Cuarón, “Murder, Obliquely”, ganó un premio CableACE a la mejor dirección, lo cual allanó el camino para el resto de su carrera.

Así comenzaron los años de Cuarón como director por encargo. Se mudó a Nueva York —dice que no soportaba el escándalo de la industria en Los Ángeles— y se dedicó a leer guiones. El ejecutivo de un estudio le aconsejó que, si quería trabajar en Hollywood, no debía mencionar lo de ser guionista. Al principio no fue muy difícil. Cuarón se enfocó en perfeccionar otros talentos. Su tercera película, Grandes esperanzas (1998), es prueba de lo rápido que llegó a dominar todos los aspectos de la producción cinematográfica: los platós, el vestuario, la iluminación, el sonido, la coreografía, la planeación de tomas. Cuando el crítico francés Michel Ciment proyectó una escena de la cinta en Cannes 2017 —una toma larga en la que Ethan Hawke busca a Gwyneth Paltrow con un aria de fondo—, la audiencia respondió con gritos y aplausos. Cuarón parecía avergonzado.

Había aceptado filmar Grandes esperanzas porque necesitaba dinero y le gustó la idea de trabajar con Robert De Niro. No entendía muy bien a Dickens, pero creyó que podía compensarlo con las imágenes. No obstante, mientras filmaba con Lubezki, se sintió fastidiado con el proceso de tomar solo decisiones estéticas. Un día, después de haber filmado en Nueva Jersey y mientras observaba el paisaje desde una furgoneta llena de equipo de iluminación con Lubezki, preguntó en voz alta: “¿Para qué estamos estilizando esto?”.

Antes del estreno de Grandes esperanzas, ya estaba trabajando con Miramax en un guion para una película sobre un viaje, que protagonizaría Viggo Mortensen. Sin embargo, cuando Grandes esperanzas fracasó en taquilla, la productora lo abandonó de nuevo. Los guiones que le llegaban eran cada vez peores. Ya no le gustaban las películas. No le gustaba la gente del cine. En medio de su depresión, Cuarón rentó varias decenas de sus películas favoritas y se encerró durante dos semanas en su apartamento en la calle 11, en el oeste de Nueva York. La vieja cura aún funcionaba. Animado, llamó a su hermano Carlos y le pidió que fuera a Nueva York para escribir otro guion. Él y Lubezki se deshicieron de las plataformas móviles y de las grúas para usar cámaras de mano y luz natural. El productor David Linde —entonces socio en Good Machine y ahora productor ejecutivo de Roma con Participant Media— financió el rodaje para que Cuarón pudiera reinventarse en México.

Todavía recuerdo el asombro de ese día de 2001 mientras veía Y tu mamá también en un cine de Nueva York. Se trata de un par de adolescentes lascivos —interpretados de manera soberbia por Diego Luna y Gael García Bernal— que acaban de graduarse de la preparatoria y por casualidad comienzan un viaje por carretera con una sensual mujer mayor que ellos (interpretada por Maribel Verdú). Cuarón sitúa sus aventuras sexuales emocionantes y divertidas en un paisaje neorrealista, vívido, de desigualdad social y represión política. En una toma continua, ambientada dentro de la vagoneta en la que viajan los tres protagonistas, Verdú les pregunta a Luna y García Bernal qué saben sobre el juego previo al sexo, mientras a través del parabrisas se ve pasar a una camioneta de la policía. La cámara sigue a la camioneta y a través de la ventana trasera de la vagoneta vemos cómo los policías bajan con metralletas y detienen a unos campesinos. Los personajes siguen hablando de sexo. Están viajando en su burbuja de privilegio, imperturbables ante los delitos contra aquellos que están debajo de su clase social.

La segunda madre de Cuarón, Liboria Rodríguez, tiene un papel pequeño en esa película, como una trabajadora del hogar que le lleva un emparedado en una bandeja a Luna. Mientras camina por la mansión, un teléfono suena sin parar. Luna, acostado en un sofá, lo ignora hasta que “Leo” le da el almuerzo, le pasa el teléfono y le acaricia la cabeza. Más tarde, Luna la recuerda mientras la vagoneta pasa por el pueblo donde ella nació, pero no le dice nada a sus irresponsables compañeros de viaje. Son escenas fugaces, pero permanecieron conmigo durante años. En ellas puedes sentir la mezcla de cariño e indignación que después le daría vida a Roma.

Los críticos a menudo se enfocan en la destreza de Cuarón para las tomas largas. En efecto, su escena inicial de doce minutos y medio en Gravedad —con la fotografía de Lubezki— es una de las hazañas más sorprendentes del cine. Sin embargo, para Cuarón, la toma larga solo es un medio para llegar a un fin. “Las olimpiadas de la toma larga no me interesan”, dijo. Roma contiene escenas con muchos cortes rápidos. “Se trata de cómo llevar ese contenido temático en la experiencia fílmica”, dijo, “pero que sea dado en la experiencia fílmica, no explicado”.

De pronto sonrió de manera mordaz. “Casi todo el cine comercial es un cine en el que tú puedes ir, comprar tus palomitas, sentarte en la sala de cine y ponerte a comer. El momento en que apagan las luces, tú cierras los ojos. Te pones a comer palomitas. Suben las luces. Tú abres los ojos y no te perdiste nada. Te contaron todo. Son como audiolibros, como radionovelas ilustradas”. Si intentas hacer eso durante cualquiera de las películas de Cuarón posteriores a Solo con tu pareja, te perderás por lo menos de la mitad de la historia.

Después de Y tu mamá también, Cuarón se casó con la actriz y periodista italiana Annalisa Bugliani —con quien tiene dos hijos, Tess y Olmo— y aumentó su influencia en Hollywood, donde fue invitado a dirigir la tercera entrega de la lucrativa franquicia fílmica de Harry Potter. Sin embargo, aunque tenía éxito, aún sentía muchas de sus viejas inseguridades. Su padre reapareció e intentó reescribir su historia personal. (No se molestó en aprenderse el nombre del hijo mayor de Cuarón, Jonás. “Le decía Jasón”, cuenta Cuarón). Su profético thriller distópico, Niños del hombre (2006), que recibió tres nominaciones al Oscar, fue una decepción en taquillas. Su matrimonio con Bugliani se acabó en 2008. Mientras escribía Gravedad, a Cuarón no solo le preocupaba poder mantener a sus hijos, sino poder pagarles a los abogados de su divorcio. Aquella historia de una mujer que flota sola en el espacio e intenta sobrevivir una catástrofe y el luto podría interpretarse como una expresión de su propio estado emocional.

Había una vez en la que Cuarón sentía ataques de inseguridad tan solo con ver las portadas de The Hollywood Reporter o Variety en los elevadores del hotel Chateau Marmont. ¿Por qué había rechazado la oportunidad de dirigir la película que ahora arrasaba en taquilla? ¿Por qué había dejado ir el guion que ahora atraía a un reparto lleno de celebridades? Deshacerse parcialmente de esta inseguridad era a lo que Cuarón se refería cuando comentó que necesitaba desarrollar ciertas “herramientas emocionales” antes de poder rodar Roma. “Sentí que era el momento en que podía hacer esa historia y hacerlo despojándome completamente de todos mis controles creativos. Dejarme ir, ¿sabes? La seguridad para fallar. No tener miedo de que no funcione; pensar: ‘Bueno, no funcionó y no le hice daño a nadie’. Regreso a hacer otra Gravedad. No va a haber problema. A nadie le va a importar que haya sido indulgente con mi película en México, ¿sabes?”.

Por primera vez en su carrera, escribió un guion fílmico él solo. Primero escribió escenas al azar, usando sus recuerdos como un contador Geiger para ubicar dónde estaba el material más potente. No se cuestionó si el guion era demasiado largo o demasiado corto; si tenía un primer, un segundo y un tercer acto; si era aburrido. Por un tiempo pensó que el guion podría no tener una trama y decidió no compartirlo con su grupo típico de consejeros —Del Toro, su hermano Carlos y el director Alejandro González Iñárritu, a quien conoció en los años noventa—. Lubezki quería hacer la fotografía —“Se me hizo el guion más hermoso que probablemente había leído en mi vida”, dijo—, pero poco después de que comenzara la preproducción tuvo que abandonar el proyecto por cuestiones familiares. “Jamás habría abandonado a Alfonso en su película más personal por otra razón”.

Cuarón les dio a los productores fechas para investigar; por ejemplo, hizo que buscaran qué programas de televisión se transmitieron en determinada noche de los años setenta. Me sorprendió sobre todo su recreación del Halconazo. El equipo de Cuarón no solo revisó el material audiovisual de archivo sobre el suceso, sino que también localizó y entrevistó a sobrevivientes. Contrataron a más de ochocientos extras para la escena, para que hicieran de estudiantes, paramilitares, policías, transeúntes. Estos momentos en Roma son una manera de juzgar al gobierno federal de México, casi un expediente sobre un crimen de lesa humanidad.

Cuando le dije a Cuarón lo sorprendida que quedé por todos estos detalles históricos, sacó su iPhone. Después de buscar, me mostró una fotografía de 1971 de varios hombres en cuclillas al lado de un auto, con armas en mano, listos para dispararles a los estudiantes. “¡Ay!”, exclamé: se veían igualitos a los actores de Roma. Él sonrió satisfecho. “Las mismas caras, el mismo vestuario”, comentó. “Todo se trató de encontrar las mismas caras”. Señaló los autos estacionados cerca de los paramilitares vestidos de civiles. “De hecho, es el mismo coche que está estacionado allí y el otro coche que está un poco más adelante. Lo único es que, por la posición geográfica donde estábamos, fue al revés. En vez de estar mirando hacia allá”, señaló a la izquierda, “están mirando a la derecha. De hecho, me sentí bien estúpido, porque cuando estábamos haciendo la corrección de imagen de la película se lo enseñé a mi corrector, Steve Scott, y me dijo: ‘Solo te faltó poner a ese fotógrafo’. Y me dio un coraje: ‘¡Arrgh! ¡Qué estúpido! ¡Qué estúpido que no lo hice!’”.

Ese tipo de precisión reluce en casi todos los encuadres de Roma. “En la vida no hay primeros planos”, dijo Cuarón. “Hay relaciones afectivas, pero todo lo que sucede a tu alrededor tiene un peso y una gran influencia en ti”. En una toma sutil, Cleo camina por la reconstrucción meticulosa que hizo el diseñador de producción Eugenio Caballero del barrio de Nezahualcóyotl tal como era en 1971. Mientras Cleo cruza, un actor en el fondo recita un discurso político que alguna vez pronunció un político local del PRI. “Es maravilloso el discurso”, dijo Cuarón. “Es impresionante porque promete, pero no promete. Dice: ‘Venimos a escuchar el clamor de su necesidad de agua’, y todo el mundo aplaude. Y después dice: ‘Pero no vamos a hacer promesas infundadas’. Y al final del cuento es eso”. Hizo una mueca mientras hablaba de los demás elementos en el fondo del encuadre: un artista circense que sale volando de un cañón o jugadores profesionales de futbol que se reúnen con niños harapientos. “O sea, en la misma retórica te están diciendo: ‘Sé qué es lo que quieres y te vamos a joder, pero te vamos a dar un balón y un hombre bala y hay unas camisetas y empieza la banda a tocar”.

Para Cuarón, es evidente que ese tipo de violencia y pobreza extremas eran la consecuencia lógica de todo el tiempo que el PRI se aferró al poder. “De eso vivió y mamó el PRI”, dijo. Por eso es que Cuarón puso las iniciales del presidente Luis Echeverría Álvarez en una colina detrás de los paramilitares en formación. El PRI reclutaba a los paramilitares, o halcones, entre personas del nivel socioeconómico más bajo, dijo. “Son invisibles y les dan una visibilidad. Les dan un entrenamiento. Les dan una disciplina, un sentido de pertenencia, un sentido de necesidad. ¿Y para qué se usa eso? No para mejorar los servicios sociales”. El PRI enfrentó a los pobres de la ciudad contra los activistas para acabar con ambos lastres políticos de una sola vez, dijo. “Y lo que estoy diciendo sobre México lo extiendo al resto del mundo”, enfatizó Cuarón. “Porque me encanta la manera en que los países desarrollados, como decimos en México, nunca se ponen el saco. Siempre dicen: ‘México es así, así y así’. ¿Y ustedes, cabrones?”.

Cuando acabó la filmación, dedicó meses a la corrección de color para asegurarse de que todos los encuadres parecieran una fotografía de Ansel Adams. En realidad, Cuarón jamás renunció a la cuestión estética; simplemente ha subordinado esa pasión. “Si empiezas con la estética, empiezas con prejuicios sobre la belleza”, me dijo. “Y en el gran arte, es lo opuesto. Son las revoluciones del lenguaje las que crean otras formas estéticas”.

En diciembre de 2017, cuando Cuarón sospechaba que su madre no viviría más tiempo, organizó una proyección privada de Roma para ella, Rodríguez y sus tres hermanos en Ciudad de México. Cuando terminó, Rodríguez y su madre estaban llorando. Así fueron las cosas, le dijo su madre después. Tantas cosas; así fue todo. Ella murió en marzo. Pero Rodríguez aún une a toda la familia. “Todos compartimos todo”, dijo. “Todos estamos en lo mismo. En las buenas y en las malas, como dicen en los matrimonios: ‘Así ha sido y así será’”. Rodríguez y su hija, Adriana, quien diseñó el título y los créditos de Roma, viven con la hermana y la sobrina de Cuarón en la vieja casa de su madre.

Una tarde, mientras estábamos sentados en Pietrasanta, rodeados por el murmullo de los italianos que disfrutaban de sus aperitivos, Cuarón explicó por qué regresar a México para filmar Roma se sintió distinto de regresar para el rodaje de Y tu mamá también. La primera vez se sentía inseguro de sus capacidades como artista, como director. Con Roma, esas viejas inseguridades ya no estaban. Más de una vez, cuando les dijo a los actores y al equipo de filmación todos los elementos que necesitarían coordinar para una toma larga, se le quedaban mirando sin poder creerlo. Pero él sabía que podría hacerlo. Roma quizá no luzca como ninguna de las películas anteriores de Cuarón, pero no la hizo para reinventarse como director. “Aquí ya no era una cuestión de cine”, me dijo. “Era una cuestión de vida”.

Aunque no lo entendía mientras escribía el guion, más tarde se dio cuenta de que la necesidad apremiante que sentía de hacer esta película venía de su necesidad de recuperar y de reconciliarse con su propia identidad. “Por casi una década viví en esa quimera del cosmopolitismo”, me dijo. “Y creo que todos somos ciudadanos del mundo, pero si no estás centrado y arraigado en una identidad cultural, ese cosmopolitismo se vuelve infértil”.

Uno de los grandes temas de Cuarón es la tensión entre el individuo y su entorno. Sus películas pueden interpretarse como estudios acerca de la manera en que lo que hacemos se ve moldeado por el lugar en el que vivimos. En Roma, utilizó ese enfoque consigo mismo. “La película me confrontó con ese misterio de lo que ya no soy y a la vez sigo siendo”, señaló.

México también ha cambiado desde los años setenta… y no ha cambiado. “Ahora regreso a México y casi envidio a los jóvenes”, dijo. “Porque es un México muy exuberante, muy lleno de vida, muy creativo”. Cuarón cree que los cambios tienen que ver con la llegada de internet y el final del monopolio político del PRI. Sin embargo, perduran muchas de las desgracias de la década de 1970. En septiembre de 2014 desaparecieron 43 estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa. Tres estudiantes de cine desaparecieron en Jalisco en marzo. La movilidad social sigue siendo la excepción. Roma le habla al presente a través del pasado.

Aun así, los ciclos pueden romperse. El último día que lo vi, Cuarón recibió un mensaje de texto urgente. “Aguántame”, me dijo. Sus ojos se iluminaban con asombro a medida que leía de qué se trataba. Su hijo de 13 años había dejado su computadora en casa. ¿Acaso papá podría ir a recogerla y llevársela antes de que la necesitara para su clase? Cuarón había estado despierto hasta las dos de la mañana de la noche anterior para preparar Roma antes del Festival Internacional de Cine de Morelia y para revisar las páginas de prueba de un libro fotográfico publicado por Assouline. Parecía un hombre que necesitaba una buena noche de sueño. Pero volteó a verme, sin rastros de irritación por el pedido del mensaje, y me preguntó si me molestaría acompañarlo.

Comenzamos a caminar rápidamente, pasamos por las esculturas de la plaza y después por una calle estrecha llena de galerías de arte y tiendas. Esperé en la puerta de su edificio mientras él subía a prisa las escaleras. (Ya me había dicho que el apartamento era una zona prohibida para personas de los medios). Dentro del vestíbulo de la escuela, Cuarón tuvo un poco de dificultad para pasar de un idioma a otro. Después encontró las palabras que necesitaba en italiano para asumir la culpa y salvar a su hijo. “Por accidente tomé la computadora de Olmo”, le dijo a la administradora escolar. “Creí que era la mía, y él se fue sin ella”. La mujer sonrió: “Va bene”. Afuera de la escuela, Cuarón lucía inesperadamente renovado. Observó la calle, la ladera verde, la gloriosa luz dorada matutina y se relajó con una sonrisa. “Ya tranquilo”, dijo, “ya todo está bien”.

Fuente: NYT.