Las otras muertes

Tras días y días de tejer en el vacío, a punto estuvo mi imaginación de rendirse… ¿cómo escribir sobre la muerte ceremonial, la muerte antigua, la muerte eterna que nos merece reverencia? ¿Cómo pensar en ella hoy que en nuestro país la muerte flota en el aire pero no huele a cempasúchil sino a hedores mucho menos nostálgicos y más brutales? Un post en el blog de la escritora yucateca Karla Marrufo Huchim me sacó de la inopia. Con el título “Qué será, Muerte, de ti”, Karla dice con sensibilidad y precisión cómo “…es difícil hablar sobre la muerte en estos tiempos y en este espacio, pues la sola idea de la muerte se alimenta cada día con muchas otras circunstancias derivadas de un Estado no sólo fallido, sino indolente y mezquino, por decir lo menos”. “Podría parecer absurdo e innecesario apelar a aquel tiempo en que la muerte se llenaba de otros significados y matices –añade Karla–. Sin embargo, creo ciega, tal vez, inútilmente, que recordar las otras muertes que han forjado nuestro arte, nuestra historia, nuestro pueblo, aún tienen mucho qué decir sobre este presente incierto”. Yo pienso lo mismo de las “otras” muertes. Las que llegaron y que después del duelo y el consuelo –en ese orden– heredaron su memoria, legaron obra, palabra, imágenes, música, canciones, colores, formas, personajes, espacios y sobre todo pensamientos e ideas... La fortuna del periodismo cultural ha permitido a quien esto escribe el gozo de atisbar por la ventana de las vidas de personas cuya razón de ser o vivir está –o estuvo– dedicada a alguna manifestación artística. Muchas de esas personas ya no permanecen físicamente en este mundo, pero sus recuerdos y su obra sí. Indeleblemente. Como en un imaginario altar de Hanal Pixán, con sus comidas favoritas y sus fotos, enumero a algunos cuantos de aquellos a quienes conocí y aún me suena su voz en los oídos, brilla en mis ojos su sonrisa, recuerdo su apretón de manos, sus expresiones… y por supuesto, su obra. Por reciente, Ligia Cámara es una ausencia que aún a ratos da ganas de no creer, y quizá todavía hay compromisos suyos incumplidos anotados en agendas no cerradas. Quizá su piano juguetón aún espera por los dedos de la eterna sonriente, y por su voz de clarinete y son que repetía “yiri, yiri, bom… yiri, yiri bom” y regalaba desde tangos hasta canción yucateca. Ante su ausencia da ganas de decirle, como ella cantaba “…uno va arrastrándose entre espinas… que uno se ha ‘quedao’ sin corazón”. De mi infancia recuerdo una visita familiar, espontánea, a casa de Pastor Cervera. Nuestro último bohemio. Nos presumió su colección de cafeteras italianas, desde la grande de cuatro tazas, para compartir, hasta la pequeñita individual para hacer una sola greca. Hoy el café es mi adicción más visible y creo que a Pastor le daría gusto saber que los ojos de aquella niña no olvidan sus cafeteras. Y la adulta reconoce y disfruta su música, indispensable en la esencia yucateca. Como su misma canción dice “para cuando yo muera… que la cante la brisa, que la murmure el viento”. Y está más que presente en nuestra viva tradición. Al maestro don Vicente Uvalle Castillo lo entrevisté en una visita que hizo a Yucatán porque vivía en el Distrito Federal. No mucho después supe que había fallecido y pensé en cuánta música aún podría haber producido y escrito. A Lía Baeza Mézquita, la voz de las “Maya Internacional” daba gusto no sólo escucharla, también verla. Personalmente, además de gozar para mi fuero interno el hilillo de parentesco, disfrutaba aún más su gozo por cantar, su alegría y su entrega a cada función, por pequeña o grande que fuere. Hereda sin dudarlo su alegría de vivir. En mi mesa de altar, además de la música también están el color y la luz indudable de los artistas visuales de Yucatán. Como la luz del maestro Fernando Castro Pacheco, su legado y su gran personalidad. Entremedias de los ochentas y noventas era yo aún una estudiante universitaria, seguramente imprudente y descontrolada como los jóvenes en esas edades, cuando se me hizo tan fácil, sin conocerle, llamarle por teléfono a su casa (en el directorio estaba su número) para que fuera el invitado de mi equipo a una charla con el maestro de historia del arte. Lo sorprendente fue que don Fernando aceptó… “pero señorita, usted me pasa a buscar a mi casa de la calle 60, por favor”. Esa mañana el valioso copiloto de mi Volare café modelo 1977 fue el muralista vivo más importante de Yucatán. A Pilar Cámara la conocí desde mi infancia, pero la entrevisté por vez primera cuando se organizó una exposición que se llamó “Ocho pintores 10 años después” en 1992. Ya pasaron treinta años y ahora en ese grupo falta Pilar. Aún le agradezco su generosidad al recibirme en su casa para fotografiar un magnífico autorretrato suyo que utilicé para una conferencia. Mucho lamenté la muerte violenta del maestro Enrique Herrera Marín así como la enfermedad de Eduardo “el flaco” Ortegón, este último entrañable amigo de la familia, pequeño, enjuto y de gran corazón, y un pintor tan setentero como auténtico, incansable indagador en la abstracción yucateca. Ya no pude despedirme de don Juan Hernández, escultor costumbrista de maderas duras a quien muchas veces visité en su taller y donde vi con admiración cómo interminablemente brotaban de los bloques sus personajes. La vida del magnífico fotógrafo que fue Víctor Rendón tuvo un final abrupto y repentino, aún seguramente con mucho por dar. Su recuerdo es tan nítido e inspirador como sus poéticas imágenes en blanco y negro. Tuve la fortuna también de conocer a la pintora Mercedes Peón, de pulida escuela y delicados retratos; a la maestra Amalia Casado de Baquedano, profesora de varias generaciones de pintores; a Susana Berrón, quien fumaba y pintaba al mismo ritmo y que llevó su obra literaria y pictórica tanto al Claustro de Sor Juana como a la Casa Lamm, en la ciudad de México. No olvidaré los encuentros y las conversaciones con Leticia Rozo ni la entrevista que hice al arquitecto Enrique Manero Peón previa a una conferencia en el salón de consejo en la UADY. Y tan reciente que no ha pasado ni siquiera un año, la ausencia del maestro Miguel Reyes, “Apar”, compañero profesor en la Licenciatura en Artes Visuales de la Uady, a quien vi por última vez precisamente en el umbral de la facultad. Pese a la ausencia, me admiró el respeto y cariño de sus alumnos, quienes agradecían sus enseñanzas y su dedicación. Los escenarios y el teatro no sólo me atrajeron como público sino también como esporádica y diletante aprendiz de tantos maestros… va un álbum de fotos también para el altar de este día de muertos: Era muy pequeña cuando Erick Renato Aguilar dirigió “Las lámparas del cielo y de la tierra” de Emilio Carballido, en la que también participó mi padre y donde yo sólo salía a veces haciendo pacajases como niña cirquera, pero sólo cuando la función era temprano o no había clase al día siguiente. Unos años después, Rubén Chacón fue el encargado de dirigir una poesía coral de mi secundaria y ya desde entonces me era fascinante escuchar la voz misteriosa y grave de don Joaquín “Huacho” Cortés que aún años después de fallecido, ha dejado la estela de ese timbre en la memoria de muchos de nosotros. Mucho más adelante tuve el honor de ser invitada por “La Farándula” a una puesta en escena de “Alrededor de las anémonas” de Juan García Ponce, dirigida por Nancy Roche Reyes en la cual tomó parte su esposo Juan Carlos Moreno, hoy fallecido, siempre amable y paciente con los jóvenes y de quien yo hice el personaje de su consorte. Hay dos “Herreras” que no eran parientes y que mucho dieron y heredaron a nuestro teatro y a quienes tuve el privilegio de entrevistar y conocer: don Héctor y don Wilberth. A don Héctor lo entrevisté pero sobre todo lo disfruté en aquel teatro tan folclórico como entrañable en la calle 64. “El teatro de Cholo” decíamos. Y era referencia indudable. Sin embargo, también lo recuerdo en la puesta en escena de “El burgués gentilhombre”. El otro Herrera, don Wilberth fue mi entrevistado en televisión hace relativamente poco tiempo, en el programa La hora cultural Macay, en el primer lustro de este siglo, pero estuvo también muy cerca de mi infancia. No tanto como para que haya yo visto Titeradas cuando niña, no soy tan joven. Pero sí disfruté el teatro “Pedrito” en su primera apertura, cuando la sala de fiestas “Maravilla” de la calle 55 se rentaba para las piñatas y reuniones infantiles y entre sus títeres aún no llegaba “Lela” y la estrella era precisamente la “Vaca Maravilla”. Hoy a sus hijos les agradecemos continuar, no sólo en el arte, sino también con su invaluable tradición titiritera. Mucho le debe la danza yucateca al maestro Alfredo Cortés, bastión de nuestras manifestaciones folclóricas y por supuesto a Menalio Garrido, a quien sin embargo más recuerdo como el estupendo Sancho Panza en “El hombre de la Mancha”, en esta obra compañero de escenarios de mi estimadísimo Tanicho y de mi padre, Wilbert Mézquita Canto. La danza también recordará por siempre a Nicte Há Herrero Cerón, a quien yo admiraba, mayor y virtuosa, en la academia de su tía Socorrito Cerón, en la colonia Alemán, donde muy pronto comprobé que el ballet clásico no sería mi camino. Pero sí lo fue, como fue también su razón de vivir, para la maestra Nina Shestakova, quien desde Rusia vino a Yucatán y luego a la Ciudad de México y luego a Yucatán de nuevo. El destino me llevó a conocerla en el último lustro de su vida, larga y entregada plenamente al ballet. Con ella, una existencia trunca e igualmente consagrada a los escenarios, la de Cinthya Ricalde Zurita. Giselle y El Cascanueces la inscribieron para siempre en la danza yucateca y en la biografía de nuestro ballet. Hoy Cinthya seguramente danza ante la mirada de su maestra Nina y con su inteligencia y dulzura lleva el arabesque hasta la eternidad. Y como en cada función, dejo para todas ellas un ramillete de flores en mi altar. Ha pasado muy rápido el tiempo desde el fallecimiento de Fernando Espejo. Parece que acaba de suceder y fue en 2007. Era contagiosa su pasión por las palabras, por su sonoridad y su ritmo; es aún entrañable su amor al terruño, su nostalgia impregnada de salitre y brisa en cada estrofa, cada dos cuartetos y dos tercetos de sus sonetos impecables, y ellos repetidos por su voz contundente y cálida. A Juan García Ponce sólo lo vi dos veces; la primera aquella visita memorable a Mérida, cuando en el Macay varios seguimos su recorrido en la silla de ruedas que empujaba su hermano Carlos mientras le hablaba del museo y sus espacios. No olvidaré jamás sus ojos inquisitivos, agudos y profundos. Ya lo había entrevistado antes, dictándole a su asistente por teléfono las preguntas que luego en el periódico recibimos respondidas, perfectamente mecanografiadas y por fax. La segunda fue en el teatro, cuando vino a la puesta en escena de sus obras, en el Peón Contreras. En mis primeros años como reportera visité en su casa a don José Díaz Bolio. Hablamos de la serpiente lunar, de su canción “Musmé”, de la poesía… y de perfumes, porque don José también fue perfumista en alguna etapa de su vida. Era un hombre multifacético de mirada dulce y voz pausada y suave que hoy seguramente sería el primero en aplaudir el trabajo de su hija Margarita en el archivo Prohispén. También recuerdo a don Juan Duch Colell, caballero catalán y yucateco, poeta y periodista y columna vertebral del nacimiento de la enciclopedia alfabética “Yucatán en el tiempo”, su trato gentil, sus modales reservados y su lenguaje que combinaba sencillez y erudición se imprimieron para siempre en mi memoria. Muy cerca de mi vida estuvo siempre Jorge Méndez Castro, antes que nada por ser hermano de mi madre pero también por escritor y poeta, y sobre todo por ser un peculiarísimo individuo ni esotérico ni espiritista pero con un poco de ambas cosas, quien vivió en el siglo XX en una bohemia tan decimonónica como extrema. Nunca he tenido tan próximas como con él las luces de la genialidad, nunca he conocido tan de cerca las fronteras dolorosas de la imaginación descontrolada. Está mi mesa muy llena de recuerdos y de objetos. He asentado la pluma y la máquina de escribir de los escritores de antes. Y con ellos están igualmente los colegas periodistas… en los espectáculos no faltaba la pluma y la sonrisa de Eduardo el “güero” Buenfil. Y en el trabajo cotidiano, al regreso de la comisión reporteril, siempre estaba allí la mirada vigilante, la pregunta rápida de Jorge “el Bonch” Muñoz Menéndez, periodista de espíritu, de cerebro, de corazón; periodista de día y de noche, en la vida y en la muerte. Eduardo, “don Guayo” Tello Solís, fue mi profesor en la licenciatura y un fiel amante de las artes. No sólo agradezco sus clases en la que entregaba tiempo, paciencia y pasión sino también que la primera vez que alguien me invitó a presentar un libro éste fue el suyo… “Juan Gamboa Guzmán. A un siglo de distancia”, personaje a quien don Eduardo dirigió su atención cuando pocos o nadie se fijaban en él. Con una partitura en el altar recordaré a la maestra Noemí Bolio de Sosa, entusiasta y perenne defensora del bel canto en Yucatán. Muchos años estos maestros en sus casas y academias particulares alimentaron y cuidaron el gusto del público y la comunidad por la ópera, opereta y zarzuela cuando el panorama general era exiguo y esporádico. Sus espacios privados eran como veladoras encendidas, en espera de tiempos mejores. La maestra “Mimí” celebraba audiciones anuales con sus alumnos y alumnas. Allí, aún recuerdo que por primera vez oí cantar cuando era todavía una niña de dulce y prometedora voz, a nuestra soprano yucateca Claudia Rodríguez. Era la “tía Ofe” de todos los alumnos… niños, jóvenes, muchachos universitarios, madres de familia y hasta abuelas –como la mía, por ejemplo– que concurrían a la gigante casona de la Avenida Cupules en todos los horarios posibles. La maestra Ofelia Erosa Cámara se multiplicaba para enseñar al mismo tiempo piano, pintura y cocina. Y los festivales de fin de curso comenzaban con el recital de alumnos de uno o dos pianos seguidos de la visita a la expo y al final el convivio con horchata y las deliciosas flores de leche salidas de su cocina. Como quisiera hoy tener aunque sea una sola para ponerla en la mesa… Recientemente, en diciembre de 2013 se despidió de repente la inolvidable Gloria Vargas y Vargas, primera secretaria en la Liga de Acción Social, entrañable profesora, tenaz y entusiasta, quien hoy en un casi agónico 2014 recibe todavía homenajes póstumos y dedicatorias de los declamadores en lo privado y en lo público. Su voz clara y segura de maestra eterna será el timbre inolvidable de su memoria, inscrita por supuesto, en el acta perenne de la vida. Hoy este altar está colmado, colorido, oloroso, sonoro. A tantos y a otros más los recuerdo, agradecida por la enseñanza y el ejemplo, el camino andado, la senda trazada. Escribir estas líneas en la efeméride tradicional de los difuntos ha sido también, además de un ejercicio de gratitud, de honesta inquietud y de interrogantes: cuánto nos falta por hacer, qué huella queremos dejar, qué muerte nos espera, cuánto nos queda por vivir, hasta dónde llegaremos… preguntas afortunadamente todavía sin respuesta. Nuestra única certidumbre, por lo pronto, es la esperanza en que morir siga siendo un tránsito pleno de digna humanidad y un paso a la íntima eternidad en el corazón y la memoria de los nuestros.